Hace muchos
años que quería conocer el lugar y por diversas razones y circunstancias no
había podido ir.
Del lugar
solo sabía dos cosas…que allí se hacía el mejor carbón del Zulia y que justo
allí también había nacido un buen amigo mio.
Después de
llegar a Quisiro, tomé rumbo a la playa de Oribor y a medio camino, justo antes
de comenzar los enormes cajones de las camaroneras hoy desoladas y sin agua,
crucé a la derecha con rumbo a San Felix en el Estado Falcón (Por indicaciones
del baquiano con quien andaba), por una trocha que cada vez tenía menos verdes
y mas amarillos, marrones y ocres de una tierra que le niega el verdor a
cualquier ser vegetal.
Rodé
siguiendo el rumbo de una huella antigua de algún vehículo que otrora pasó y
cuya huella desaparecía por ratos y volvía a aparecer allí en dónde el viento y
el agua no habían podido borrarla.
Así seguí guiándome por el baquiano y un gps
que no reconocía nada salvo un rumbo sudeste. De pronto, a lo lejos, tras el
desierto continuo, algo elevado rompía la monotonía del horizonte,
transformándose con la cercanía en un poste de luz. El último poste de luz de
un circuito asomado a la nada.
Entrando a
una zona escasamente vegetal, podían verse los montículos de palos apilados a
la orilla de la trocha. Según el baquiano, estábamos en presencia de las “minas
de carbón”…
No se
confundan pero por esos lados llaman “minas de carbón”, al carbón que producen
los habitantes de la zona haciendo uso de los palos de los pocos cujíes que
sobreviven a esas inclemencias y que poco a poco van desapareciendo vencidos
por el hacha artera y dando paso a un desierto que cada vez más se regodea en
sus amplitudes.
Así entré en
Guaruguaro…por su lado más difícil..por donde nadie camina y por donde los
pocos habitantes del lugar no esperan a nadie.
Una docena
de casas tal vez, es toda la posesión y todo el orgullo del nombre de una aldea
en el medio de una soledad de espanto. Una capilla humilde, contrasta su color
amarillo con las casitas que la rodean y que intentan mantener su maculado
blanco, siempre roto por las brisas ocres del nordeste.
Avanzo hacia ella; paso por su lado y sigo de largo. No dejo de pensar en mi amigo en sus tiempos de chiquillo, en una cuna, quizás de la misma madera que hoy se extingue y en un último poste de luz que seguramente es un faro en la noche para los perdidos; frente a una mar que conversa en susurros de lejanía y frente a un horizonte de olvidos
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