lunes, 19 de diciembre de 2011

LA ORUGA, LA FLOR Y LA IGUANA


En la falda de la Gran Montaña, por donde se escurren sus lágrimas para formar los pequeños arroyitos; vivía la oruga Doña Glotona.
Era toda una señorona  elegante y regordeta.

Lucia orgullosa su vestido blanco con muchos apliques multicolor de rojos, amarillos verdes y negros.

Podía pavonearse a plena luz del día y a la vista de aquellos pájaros que se alimentan de orugas, gracias a su color rojo que como todos los pájaros sabían; significaba que tenían mal sabor  y eran venenosos.

Puesto que no tenía enemigos, podía visitar todas las plantas que quisiera y comer las cantidades que su voluminoso estómago le permitía. Era una glotona y comía desde un poco antes de que saliera el sol hasta un poco después de haber salido la luna.

Cuando se iba a dormir, buscaba siempre una hoja tierna de geranio porque son  suaves y afelpadas. La doblaba por sus puntas  y juntaba sus bordes sellándolos con seda para que no le entrara el agua por si acaso llovía.  Así, calentita y arropada se dedicaba a soñar con las plantas que comería al siguiente día.

Cuando despertaba y  aun oscuro, buscaba con su olfato el aroma de las flores de la Lobelia roja o de la Violeta Imperial que eran sus favoritas.

Tenía un gran olfato Doña Glotona y sentía predilección por las flores con aromas de vainilla y rosa  y cuando no las encontraba se ponía de muy mal humor y el rojo de su vestido se veía más encendido.

Así pasaba su vida entre buscar, caminar, comer y dormir. No se detenía ante nada; ni siquiera para saludar  a sus hermanas ; burlarse de los pájaros que se le acercaban curiosos para verla, o para ocultarse del sol que podría oscurecer su vestido blanco multicolor;  y ni siquiera se detenía para  darle las gracias al geranio que era su permanente habitación en las noches de frío.

Pasaba el tiempo y Doña Glotona se volvía cada vez mas gorda y pesada, pero también, a medida que se acercaban los días y las noches de frío, la oruga  sabía que se estaba acercando su momento de ponerse a dormir permanentemente. Sabía que su misión era convertirse en una fuerte y hermosa mariposa.

Con la entrada de los fríos, las lluvias cada vez mas frecuentes; sus flores favoritas  estaban desapareciendo y las hojas que comía estaban cada vez mas duras.

El paisaje a su alrededor estaba cambiando rápidamente. Veía llover hojas secas y apreciaba como los árboles  se desnudaban y empezaban a ponerse sus abrigos de corteza cada vez mas dura.

Sentía que su cuerpo la impulsaba a buscar un lugar  cálido, seguro y protegido de la lluvia para hacer el capullo en el que se envolvería y dormiría en profundo sueño y dentro del cual su cuerpo se transformaría. 

Llegado el tiempo,  trepó a un frondoso mango del cual sabía que no perdía sus hojas y allí, entre dos pliegues de su corteza, comenzó a tejer su abrigo de seda.

Estuvo dos días con sus noches trabajando en su capullo y a medida que lo hacía, se sentía cada vez más triste.

Le dio por pensar en todas aquellas hermosas flores que se había comido sin compasión   junto a los sabrosos brotes de hojas  que por su culpa no habían podido llegar a disfrutar del cálido sol.

Terminado ya su capullo, estuvo los dos siguientes días durmiéndose poquito a poco, y justo antes de entrar en el profundo sueño, pidió un deseo que terminó durmiéndose con ella.

Llegó el tiempo de nubes grises y cielos con poco azul. Los aguaceros se sucedían repentinamente y la humedad era casi permanente. Los arroyitos ya eran torrenteras, a veces de grandes dimensiones  y el clima movía piedras y arrancaba pequeñas plantas cambiando todo el paisaje.

La oruga, en su abrigado capullo, aguantó ese invierno que con el paso del tiempo fue amainando. Las lluvias se hacían cada vez más dispersas y el azul del cielo era cada vez más frecuente. Los días eran cada vez más largos y  el sol acariciaba la tierra, calentándola y animando a las semillas a despertar de su letargo.

En el interior del capullo, Doña Glotona ya no estaba. Su colorido cuerpo se había transformado. Con el calor del sol, esa casita de seda lustrosa al principio y apergaminada y marrón después,  se fue rompiendo lentamente y a través de una pequeña rendija fue apareciendo tímidamente un diminuto botón verdoso.

Lo que debía nacer como hermosa mariposa, se había transformado por su último deseo, en una plantita de orquídea.

Crecía rápidamente la planta gracias a un sol benigno que la alimentaba.  Sus raíces se extendían a lo largo del tronco del árbol de mango donde una vez se pusiera a dormir la glotona oruga.

No pasó mucho tiempo para que la planta asomara  sus primeros brotes de flor.

Comenzaron a nacer desde la base de sus hojas como un delgado palito, y se fueron alejando del tronco buscando cada vez más sol.

Un buen día, bien temprano en la mañana, la flor se abrió a la luz que la saludó con un reflejo tan hermoso que todas las criaturas  en su cercanía se detenían a mirarla con ojos de asombro; tanto por su belleza como por su rareza.  Nunca habían visto una flor igual. 

El primero que llegó a visitarla fue el colibrí  esmeralda que se quedó enamorado para siempre con el dulzor de su néctar y que no dejó de visitarla ni por un solo día.

Poco tiempo después llegaron las hormiguitas que también se quedaron enamoradas  de su  aroma.

Así siguieron desfilando en el saludo, las abejas que se posaban en ellas de una en una, algunas avispas curiosas, libélulas y mariposas de todos los colores  e incluso unas pequeñitas luciérnagas que se escondían tras sus raíces mientras llegaba la noche.

La flor era de color blanco, como lo había sido la oruga.

Su labelo tenia forma de corazón y muy adentro de él, en su tallito cilíndrico, tenia dieciocho puntitos de color pardo y que eran las huellas que habían dejado  los pies de la vieja oruga. Cinco pétalos igualmente blancos rodeaban al magnifico corazón  formando una corona digna de una reina.

La flor se divertía saludando a todos sus visitantes  y se mostraba obsequiosa regalando su néctar y su perfume, y se divertía con las cosquillas que regularmente le hacían las hormiguitas.

Era una flor feliz.

Un buen día mientras tomaba el sol, en las altas ramas del mango donde estaba la flor, Doña Iguana sintió un perfume penetrante y desconocido, y que era diferente del aroma de los brotes de las hojas del mango y del ciruelo vecino de las cuales se alimentaba.

Alzando su cabeza al viento con los ojos cerrados para concentrarse mejor, detalló el lugar de donde provenía  tan exquisito aroma. Unos minutos después, había localizado el lugar de origen de tan extraordinario olor y moviendo la cabeza de arriba hacia abajo, como hacen las iguanas cuando algo les agrada;  dejó su plácido espacio de sol y comenzó a bajar por las ramas del mango, siguiendo los trazos aromáticos  que inundaban su pequeñita y verdosa nariz .

Así llegó Doña Iguana al lado de la flor.

Por un momento, estuvo deleitándose con su fragancia y sin importarle las hormigas que en ese momento jugaban con ella, comenzó a mordisquearle sus pétalos para probar su sabor.

Tanto le gustó, que se comió todos los pétalos rápidamente; pero cuando llegó al labelo en forma de corazón, sintió un sabor desagradable y se detuvo. No siguió comiendo porque el corazón de la flor tenía el amargo sabor de la oruga.

Se fue Doña Iguana a sus altas ramas a seguir tomando su sol y la flor  se quedó solita y triste, con su corazón sin su corona de pétalos.

Había perdido la flor parte de su belleza, más sin embargo el colibrí esmeralda siguió visitándola todos los días y tratando de consolarla de su infortunio; y las hormiguitas siguieron tratando de hacerla reír con sus cosquillas, pero ya la flor no tenía la misma alegría.

Así llegó un nuevo invierno y la flor se convirtió en un fruto marrón  verdoso, que se parecía mucho al viejo capullo tejido por la oruga, y todo,  gracias a sus amigas las abejas.

Pasó el tiempo de lluvias y con la nueva primavera, nacieron nuevas flores idénticas a su madre.

Nuevamente la iguana volvió a comerse las coronas de todas ellas.
 
Con los años, las flores intentaron cambiar su color varias veces tratando de evitar a la iguana. Cambiaron su color blanco por el morado; después por el amarillo, luego por el rojo; incluso un año fueron transparentes,  y finalmente fueron multicolor y en cada oportunidad, Doña Iguana seguía comiéndoles sus pétalos.

Era tanto el miedo que empezó a tener la flor con la cercanía de la iguana, que un día, cuando vio que esta se aproximaba, la flor se encerró tanto en si misma que dejó de oler. La iguana, para asombro de la flor, paso por su lado sin hacerle caso.

En ese momento la flor comprendió que lo que atraía a Doña Iguana no era su color sino su olor.

Su alegría fue tan grande, que su color blanco original  volvió a su cuerpo e invitó a sus amigas las hormigas y al colibrí esmeralda, a un festín de dulce néctar que duró toda la primavera.

Desde ese día, la flor exhibe orgullosa su color blanco con sus dieciocho puntos pardos en la base de su corazón y sigue enamorada de su amigo el colibrí esmeralda y de sus hormiguitas  juguetonas.

Ahora ya no lanza al viento su perfume durante el día. Lo hace al comenzar la noche cuando sabe que Doña Iguana se va dormir.

Sus amigas las luciérnagas, se encargaron de comentarles a todos los animales de la selva, el nombre que los humanos le dieron.

Ahora a la flor se la conoce como  La Dama de la Noche.