Cuentos

MYDAS


 Había llegado por fin a su destino tras ochenta y nueve días de nado y mas de ocho mil kilómetros de mar abierto, desde las lejanas islas Malvinas a donde había ido a pasar el gran  verano austral para aprovechar la abundante y deliciosa variedad de algas marinas de las que se alimentaba y que la habían puesto fuerte,  robusta y preparada para enfrentar tal distancia.
  Llegaba un poco cansada por la travesía, a pesar de haber sido ayudada por la gran corriente ascendente del Golfo que le permitía dormitar por breves momentos sobre la superficie marina y aun así, seguir avanzando arrastrada por la corriente con rumbo norte hacia las aguas cálidas que la vieron nacer hacía ya exactamente cincuenta años.
  A medida que saboreaba el agua en la que estaba entrando, se volvía sobrecogida de felicidad y se disipaba su cansancio.
  Era un hermoso ejemplar de tortuga de aquellas que los humanos llaman tortuga verde por el color de su grasa pero que en realidad su gran concha de metro y medio de largo, presentaba un bello color rojizo en cada una de las trece grandes placas que la conformaban.  Desde el centro de cada una de esas placas  se dibujaban estrías amarillas semejantes a los soles que había coleccionado con las trece veces que había llegado a esa mar a depositar sus huevos en la cálida arena de una siempre olvidada playa en la que una vez había nacido.
  Su vientre era blanquecino para que su enemigo, el eterno tiburón tigre, no pudiera divisarla desde el fondo marino al mimetizarse contra la luz del sol.
  Contrastaba su blanco vientre con la negrura de sus ojos rodeando unas pupilas de intenso color azul celeste de trópico y los bordes de su pico amarillo que a su vez estaba adornado con una fina línea negra.
  Todavía estaba bastante lejos de su playa pero sabía muy bien que tenía por delante veintiséis noches para alcanzarla,  antes de la llegada de la próxima luna nueva; noche en la cual dejaría por unas horas su amada mar para adentrarse en las arenas que un día fueran su cuna.
  Se dedicaría mientras tanto a avanzar lentamente; esperar que los huevos que llevaba en su vientre estuviesen a punto, y a alimentarse para recuperar las fuerzas de la fenomenal travesía que acababa de hacer.
  Nadaba suavemente hacia fondos cada vez mas someros y ricos en algas talasias en las que pasaba largas horas comiendo  y mientras esto hacía, recordaba, a veces con nostalgia y a veces con temor, todas las aventuras que había tenido, sobre todo de joven y que la habían convertido en un ser astuto, sabio y en posesión de una memoria fabulosa que la hacía precavida ante los posible peligros.
  Recordaba aquella vez, hacía casi cuarenta y cinco años, en que se sintió muy enferma y en la que no podía comer por los grandes dolores que sentía en su estómago.  Días después, y para su fortuna, expulsó de su cuerpo algo que había comido hacía varios días atrás y que eran la causa de su mal.  Ese día aprendió a distinguir entre los plásticos transparentes que pululan en los océanos y las medusas que otrora fueran su manjar favorito.
  Recordaba con mucho cariño a todos los padres de sus hijos que en total habían sido siete. Los últimos seis años  los había pasado con aquel gran macho nacido en una playa de Costa Rica y que  alejaba con su furia y su poder  a otros machos que la pretendían y que terminaba por derrotarlos a todos  a punta de poderosos golpes de aleta, mordiscos en las extremidades de sus adversarios  y sobre todo por saberla llevar a las aguas con el azul que a ella tanto le gustaba; por el sonido de sus placas ventrales sobre su lomo y por prender la luz que le oscurecía su mirada cuando se apareaban a plena luz del sol en las lejanías de las aguas enturbiadas por torrenteras y desembocaduras de ríos.
  Poco tiempo después, supo por una compañera de viaje que jamás lo volvería a ver porque ésta  le contó que había sucumbido bajo el artero hierro de un arpón manejado por un no menos inconsciente y borracho marinero al  que no había escuchado llegar cuando placidamente dormitaba sobre una mar de olas suaves y cortas.
  En un mundo de silencios, su último gran amor había sucumbido por  olvidar una de las grandes leyes de la supervivencia de las tortugas y de casi todos los seres marinos  como lo es el alejarse rapidamente de cualquier ruido.
  Muy joven había aprendido esa ley al escapar casi de forma milagrosa  a una red de arrastre cuya cadena pasó a muy pocos centímetros de ella. Desde ese día, cada vez que escucha un sonido de lancha, se sumerge tan profundamente como puede y no deja de nadar a  gran velocidad en dirección contraria al sonido hasta que sus pulmones la obligan de nuevo a subir a la superficie para renovar el aire y continuar  repitiendo la misma operación hasta sentirse segura de estar lejos del peligro.
  Pero el peligro siempre aparecía de muchas formas.
  Recordaba también,  cuando tenía cuatro años y se acercaba por primera vez a las costas, después de vivir sus primeros años en el gran océano y lejos del alcance de los pescadores, como cierto día de verano divisó a lo lejos una gran tortuga inmóvil a pocas brazas de la superficie. 
  Se acercó a ella lentamente y comprobó con horror como el negro de sus ojos se habían convertido en puntos blanquecinos y que delataban su partida del mundo de los vivos.  Se encontraba atrapada y  enredada  entre unos hilos que ella  jamás había visto en el mundo submarino.
 Aprendió en ese momento el peligro que representan las redes de los pescadores que interrumpen el libre paso de las criaturas marinas que navegan en la oscuridad y que incapaces de percibir tales hilos de traición,  atrapan la vida de sus hermanos de la mar.
 Ese día aprendió a navegar despacio en la oscuridad de la noche; a hacerlo cerca de la superficie y mejor aun; a no moverse durante la luna nueva y a hacerlo lentamente  durante la luna llena cuando los hilos de la muerte son un poco visibles.
  El pensamiento de quedarse enredada en una red la había llevado a alejarse de una de las cosas que mas amaba de su mundo  como lo eran  los coloridos campos de coral con sus variedades de algas y peces. La habían alejado de los rumbos por donde transitaban los grandes cardúmenes de peces con sus infinitos reflejos de luz sobre sus cuerpos cuando iban rumbo a sus lugares de desove o de apareamiento.
  La habían  sustraido  a los lugares semidesérticos  del océano, porque solo allí encontraba la tranquilidad de estar lejos de las rutas de los pescadores y sus trampas.
  Seguía acercándose  lentamente a su playa de parto y seguía acumulando recuerdos.
  Pastando en un bajo a media tarde y que siempre utilizaba cuando  se acercaba a la playa de sus amores, recordó con escalofríos  aquella única vez cuando tenía cinco años y había sido atrapada por humanos.
  Sucedió que estaba comiendo algas sobre un fondo arenoso,  muy cerca de la orilla y a una media braza de profundidad cuando comenzó a sentirse arrastrada, revolcada, inmovilizada y mezclada con algas, restos de palos sumergidos y pequeños trozos de coral muerto que le impedían no solo moverse sino también perder la noción del espacio y no saber en donde estaba la superficie.
  Recordaba como había estado a punto de ahogarse por el tiempo que ya llevaba sin respirar, cuando de repente se sintió fuera del agua, braceando en el aire  y sostenida por sus costados por las manos de un joven pescador.
Recordaba el terror que sintió y que con toda seguridad se reflejaba en sus ojos, en sus braceos inútiles, en la dureza con la que apretaba sus mandíbulas  y en su cola rígida  contra un costado de su cuerpo;  al verse privada de la libertad.
Había sido atrapada en una red de arrastre que cinco pescadores habían tendido justamente en la playa donde ella se encontraba.
  Quien la había sacado de la red y levantado en el aire era un joven de unos quince años de edad, que sonreía y la mostraba a los otros pescadores.
  Creía llegado su fin porque se sabía apetecida merced a las historias que había escuchado de otras tortugas mayores.  Sin embargo y para su sorpresa, el joven pescador que la sostenía,  después de acariciarla, darle varias vueltas para contemplarla bien y haberse fijado en la mancha en forma de corazón que tenia justo al lado de cada uno de sus ojos y luego de un breve beso en su cabecita, la acercó a la orilla y la dejó libre no sin antes dedicarle una intensa  mirada que ella no supo descifrar en ese momento, el sentimiento que escondía.
  Salió nadando a toda la velocidad que le permitían sus aun pequeñas aletas y no paró hasta encontrarse muy lejos de la orilla y agotada por el esfuerzo de su huida.
  Cuando se calmó, empezó a recordar la mirada del joven pescador.  Supo en ese momento interpretar  que esa mirada que le había dedicado antes de soltarla, era una mirada de ternura y aprendió, aun sin comprenderlo totalmente, que no todos los humanos eran sus enemigos.
 Faltaban ya tan solo cinco días para la luna nueva y se había quedado en un bajo marino a unas diez brazas de profundidad y a un kilómetro de distancia de su playa.
  Disfrutaba de las caricias del sol y de sus amigos los peces cirujanos rojos que se acercaban a ella para  comerse las algas que se adherían a su concha.
  Cuando se iban los cirujanos llegaban los peces lábridos que se encargaban de comerse los parásitos externos de todo su cuerpo y en particular sentía mucho placer cuando abriendo su gran boca, les permitía entrar en ella para limpiarla

 








 Disfrutaba del  pequeño paisaje  del bajo en donde decidió quedarse hasta el gran día.
  Comía realmente poco porque su estómago se encontraba comprimido por su carga de huevos y su tiempo lo pasaba contemplando el ir y venir de los bancos de cirujanos, loros, isabelitas y en particular, los amoríos y cabriolas de los caballitos de mar.
  Cuando se acercaba la noche  observaba las tímidas apariciones de las langostas asomándose en sus cuevas; de los depredadores nocturnos como los pargos y los meros saliendo de sus guaridas con sus caras hambrientas y al mismo tiempo a los pequeños peces diurnos buscando sus refugios para pasar la oscuridad.
  Ya avanzada la noche, se dirigía hacia la orilla de la playa para buscar la mejor vía de llegar a ella,  sorteando  los peligrosos arrecifes  y reconociendo las grietas y las corrientes que otrora había transitado  y que su fabulosa memoria guardaba pero que habían podido cambiar merced a los temporales ocurridos en su ausencia.
  Se sentía agradecida por encontrar todavía y después de tantos años su playa aun intacta.
  Recordaba las historias que alguna vez le contaron sus hermanas de cómo habían tenido que buscar otros espacios para anidar por haber encontrado sus lugares de nacimiento ocupados con luces, construcciones, ruidos y gente.
 Llegó la mañana del antepenúltimo día del novilunio y estaba ya un poco ansiosa en su bajío cuando sintió sobre su cuerpo los primeros avisos del temporal que se avecinaba.
  Sintió el aumento progresivo e inusual de la velocidad de la corriente submarina  que comenzaba a levantar los diminutos granos de arena del fondo. Sabía por experiencia que pronto esa arena volvería turbia el agua y acostaría las algas  que normalmente permanecen erguidas.
Al subir a respirar observó como su mar convertía los azules de su superficie en blancos al romper las olas contra un viento que aumentaba su presión. Ya los pequeños peces empezaban a buscar sus refugios en las caras opuestas a la corriente del arrecife y se disponían a quedarse lo mas quietos y ocultos posible. Era el momento de convivir entre ellos ante el enemigo común del mar de fondo que sabían que se avecinaba.
  A la gran tortuga no le preocupaban mucho los temporales. Había pasado por muchos de ellos e incluso le había tocado capear dos huracanes a lo largo de su vida; pero para estar mas tranquila y conservar sus fuerzas para el desove, decidió alejarse de la costa en donde las olas son más grandes  y largas pero tienen menos velocidad y por tanto menos arrastre.
  Eran ya cerca de las seis de la tarde de aquel mes de agosto cuando llegaba a unos cinco kilómetros de distancia de la playa y muy pronto la luz del día comenzaría su declive.
  Llegó a la superficie después de una larga inmersión de reconocimiento del fondo marino en donde se encontraba y en el momento de asomar su cabeza para tomar aire, divisó muy cerca de ella, un bote a la deriva y con un hombre viejo a bordo.
  En el bote, el viejo lo estaba pasando mal.
  Había salido  cerca del mediodía para levantar un circuito de nasas que ya estaban llegando a su final por el deterioro del tiempo y el salitre.
  Su motor prendido al ralentí mientras estaba recogiendo la tercera nasa se había apagado.            
 Amarró la cuerda de la cuarta nasa mientras se dedicaba a investigar el porque de la falla del viejo motor. Estando en esa faena y ya con las olas empezando a crecer, un gran tronco a la deriva golpeó con fuerza la vieja madera del casco bajo su línea de flotación, abriendo una pequeña brecha por la que empezó a entrar el agua.
  El viejo dejó el motor para dedicarse al problema de la vía de agua que presentía mas grave mientras pensaba en lo tozudo que había sido al insistir con su familia de marineros, en navegar solo.
  Tratando de tapar la grieta que el tronco había dejado, con una lona que servía para tapar las langostas capturadas de la luz y mantenerlas vivas hasta llegar a puerto; al empujar la lona hacia el agujero abierto descubrió que la madera estaba podrida y la tabla completa cedió abriendo una brecha mayor por la que empezó a penetrar el agua en mayor volumen.
  El viejo se sentó para pensar que debía hacer sabiendo que el naufragio era inminente.
  Estaba solo; hundiéndose  en una mar que prometía embravecerse más; sin atreverse a soltar la línea de nasas que le servían de ancla y que impedían que la corriente lo alejara de la costa a pesar de que las olas se dirigían a tierra; bajo una luz que se hacía cada vez más tenue y sobre todo sabiendo lo viejo que estaba para alcanzar la orilla a nado.
 Se puso a rezar abrazado a los remos esperando que éstos lo ayudaran a flotar cuando ya estuviera en el agua.
  Su mar no le permitió seguir ni pensando ni rezando. Una ola tomó la barca  que ya estaba con un volumen grande de agua en su interior por el lado de babor y la volteó arrojando al viejo lejos de su querida barca.
  En la tragedia, había golpeado el agua con fuerza perdiendo los dos  remos que vió  alejarse a gran velocidad de él  cuando asomó la cabeza en la superficie.
  En ese momento, giró sobre si mismo buscando una referencia de donde se encontraba y no alcanzó a ver ni tierra ni barca. Solo cielo gris,  mar color plata,  y el marrón de la punta de uno de los  remos que se alejaba.
  Comenzó a nadar siguiendo la dirección de las olas que sabía que se dirigían a tierra; pero con esa referencia perdida, no podía determinar si la corriente lo alejaba de ella o lo acercaba y sabiendo además  que era cuestión de poco tiempo el que su edad y su energía se pusieran de manifiesto.
  En su cercanía, la gran tortuga se había quedado en la superficie observándolo todo a pesar que normalmente se alejaría como siempre lo  hacía al ver a un humano o a cualquier embarcación.
  Esta vez no lo hizo porque muy dentro de sí  algo le decía que no debía alejarse.
  Sumergida a las tres brazas de agua y a muy corta distancia, seguía los movimientos del viejo en sus intentos por mantenerse a flote.
  Mientras tanto el viejo ya no nadaba. Sus esfuerzos estaban dirigidos a mantenerse en la superficie respirando y sintiendo ya la proximidad de un cansancio inminente; un frío que comenzaría a ponerlo a temblar en cualquier momento  y una oscuridad que ya lo arropaba.
  Pasó otra media hora
 El viejo, con los ojos cerrados, flotando simplemente boca arriba;  tiritando de frío y  con su boca saturada de sal estaba entrando en el límite de sus fuerzas.
  Pasaron por su mente las imágenes de sus tres hijos varones, marinos todos.
  De sus amigos y compañeros de faena que sabía estarían preocupados por él en ese momento al no verlo llegar al atardecer y que con toda seguridad estarían zarpando para buscarlo.
  Recordó cuando muy niño, su padre lo enseñaba a tender  los palangres y lo dejaba recoger los tramos finales no sin antes asegurarse de que no había ninguna tensión.
  En el momento final; agotado y ya sumergido en las entrañas de su amada mar y segundos antes de abrir su boca para respirar tan solo agua;  tuvo una última imagen de sí mismo, bailando cuando era joven con quién mas tarde sería su mujer y la madre de sus hijos.
  La tortuga mientras tanto se había acercado cada vez más al viejo y había presenciado su agonía y sus últimos esfuerzos.
  Tan solo cuando el viejo perdió el conocimiento y se hundía rumbo al fondo  con su rostro reflejando tranquilidad y sus ojos bien abiertos, la gran tortuga logró ver tras  las arrugas de su vieja cara, a aquel joven que cierto día, muchos años atrás, la había atrapado y le había devuelto su libertad y su vida.
  Nadó rapidamente hasta situarse por debajo del viejo y subiéndolo a su gran concha, lo llevó a gran velocidad hasta la superficie.
  Unos segundos después, el viejo recobraba el conocimiento y  sentía en sus pulmones el aire fresco que aspiraba entre espasmos entrecortados y una débil tos repetitiva.
  Tan solo cuando recobró su respiración normal fue que se dio cuenta que estaba acostado sobre la concha de la gran tortuga  que  hacía grandes esfuerzos para mantenerlo a flote.
  La tortuga nadaba con fuerza para vencer la corriente que los arrastraba mar afuera y dirigirse a tierra con el viejo que ahora se aferraba a ella  con sus nervudas manos justamente por detrás de su cabeza.
  Había caído la noche y había tardado casi cuatro horas de nadar con fuerza hasta llegar a las cercanías de la playa en donde la influencia de la corriente era menor; pero los peligros de estrellarse contra un arrecife  aumentaban a medida que las olas eran mas grandes y la profundidad cada vez menor.
  La tortuga, sin poder sumergirse, trataba de recordar el camino entre los corales para llegar a la playa y dejar al viejo en zona segura.
  Casi dos horas mas, tardó en recorrer la corta distancia  hasta la playa; no sin antes  haber sido golpeada contra rocas y corales sumergidos que le dejaron su vientre marcado por los golpes y  sus fuerzas al limite de agotarse.
  Viejo y tortuga quedaron acostados en la orilla de la playa sin moverse, vencidos por el cansancio y desmayados por el esfuerzo.
  Rompían las primeras luces del alba cuando el viejo despertaba y se sentaba sobre la arena  de la solitaria playa.
  Tardó varios minutos en recordar lo que le había sucedido.
  En la orilla y justo a su lado se encontraba la gran tortuga con sus ojos abiertos y su cabeza apoyada en la arena mientras las olas en retroceso, se llevaban unos finos hilitos de su sangre.
  El viejo rapidamente empezó a revisarle cada una de sus aletas y comprobó que tenía muchas heridas producto de los choques contra los afilados corales. No alcanzó a ver la parte de su vientre porque era muy pesada para él poderla mover.
  Cuando tomó su cabeza y con movimientos suaves , se puso a limpiarla, quitándole la arena, pudo apreciar las manchas en forma de corazón, justo al lado de sus ojos.
  En ese momento, el viejo recordó aquellos corazones que una única vez, hacia casi cincuenta años, había visto en una tortuga joven y que había liberado muy cerca de donde se encontraban.
  Unas lágrimas rodaron por las mejillas del viejo mientras se arrojaba sobre la enorme caparazón para abrazarla.
  Buscó en la solitaria playa unos palos largos de esos que arroja la mar en sus bravuras y construyó por encima de la tortuga, lo que los pescadores llaman una “mampara” que no es otra cosa que una especie de carpa,  hecha con esos palos y con ramas sueltas.   Era para que el naciente sol no le resecara  ni la piel ni la concha   y dejarla relativamente segura mientras él iría en busca de ayuda.
  Después de asegurarse la relativa comodidad de la tortuga y llevándose en su corazón una plegaria para que su amiga resistiese su ausencia; emprendió el viaje a paso ligero, con rumbo al nacimiento del sol y siguiendo una senda poco clara que sabía lo llevaría a  su pueblito y a su gente.
  No tardo en regresar el viejo al sitio acompañado de sus amigos pescadores y de muchos niños y jóvenes curiosos que ya habían escuchado la historia  del naufragio.
  Encontraron tan solo unas tenues huellas. La gran tortuga ya no estaba.
  Todos los presentes se dedicaban a otear la mar en busca de alguna sombra bajo el agua o tal vez el ver asomar la cabeza cuando ésta saliese a respirar, pero no la vieron.
  Por su parte la tortuga; poco tiempo después de haber quedado varados en la orilla y de haber descansado un poco; se dirigió a una poza cercana entre el arrecife , protegida de las olas que aun continuaban siendo fuertes y allí se quedó a descansar, mientras sus amigos los cirujanos le lamían las heridas dejadas por los golpes.

 
 La noche siguiente, volvió a subir a su playa para  dejar su simiente entre la arena y con las primeras luces del alba, nadaba por encima de una barca hundida, con rumbo al sol naciente.


LA ORUGA, LA FLOR Y LA IGUANA

En la falda de la Gran Montaña, por donde se escurren sus lágrimas para formar los pequeños arroyitos; vivía la oruga Doña Glotona



 
Era toda una señorona  elegante y regordeta.
Lucia orgullosa su vestido blanco con muchos apliques multicolor de rojos, amarillos verdes y negros.
Podía pavonearse a plena luz del día y a la vista de aquellos pájaros que se alimentan de orugas, gracias a su color rojo que como todos los pájaros sabían; significaba que tenían mal sabor  y eran venenosos.
Puesto que no tenía enemigos, podía visitar todas las plantas que quisiera y comer las cantidades que su voluminoso estómago le permitía. Era una glotona y comía desde un poco antes de que saliera el sol hasta un poco después de haber salido la luna.
Cuando se iba a dormir, buscaba siempre una hoja tierna de geranio porque son  suaves y afelpadas. La doblaba por sus puntas  y juntaba sus bordes sellándolos con seda para que no le entrara el agua por si acaso llovía.  Así, calentita y arropada se dedicaba a soñar con las plantas que comería al siguiente día.
Cuando despertaba y  aun oscuro, buscaba con su olfato el aroma de las flores de la Lobelia roja o de la Violeta Imperial que eran sus favoritas.
Tenía un gran olfato Doña Glotona y sentía predilección por las flores con aromas de vainilla y rosa  y cuando no las encontraba se ponía de muy mal humor y el rojo de su vestido se veía más encendido.
Así pasaba su vida entre buscar, caminar, comer y dormir. No se detenía ante nada; ni siquiera para saludar  a sus hermanas ; burlarse de los pájaros que se le acercaban curiosos para verla, o para ocultarse del sol que podría oscurecer su vestido blanco multicolor;  y ni siquiera se detenía para  darle las gracias al geranio que era su permanente habitación en las noches de frío.
Pasaba el tiempo y Doña Glotona se volvía cada vez mas gorda y pesada, pero también, a medida que se acercaban los días y las noches de frío, la oruga  sabía que se estaba acercando su momento de ponerse a dormir permanentemente. Sabía que su misión era convertirse en una fuerte y hermosa mariposa.
Con la entrada de los fríos, las lluvias cada vez mas frecuentes; sus flores favoritas  estaban desapareciendo y las hojas que comía estaban cada vez mas duras.
El paisaje a su alrededor estaba cambiando rápidamente. Veía llover hojas secas y apreciaba como los árboles  se desnudaban y empezaban a ponerse sus abrigos de corteza cada vez mas dura.
Sentía que su cuerpo la impulsaba a buscar un lugar  cálido, seguro y protegido de la lluvia para hacer el capullo en el que se envolvería y dormiría en profundo sueño y dentro del cual su cuerpo se transformaría.
Llegado el tiempo,  trepó a un frondoso mango del cual sabía que no perdía sus hojas y allí, entre dos pliegues de su corteza, comenzó a tejer su abrigo de seda.



 

Estuvo dos días con sus noches trabajando en su capullo y a medida que lo hacía, se sentía cada vez más triste.
Le dio por pensar en todas aquellas hermosas flores que se había comido sin compasión   junto a los sabrosos brotes de hojas  que por su culpa no habían podido llegar a disfrutar del calido sol.
Terminado ya su capullo, estuvo los dos siguientes días durmiéndose poquito a poco, y justo antes de entrar en el profundo sueño, pidió un deseo que terminó durmiéndose con ella.
Llegó el tiempo de nubes grises y cielos con poco azul. Los aguaceros se sucedían repentinamente y la humedad era casi permanente. Los arroyitos ya eran torrenteras, a veces de grandes dimensiones  y el clima movía piedras y arrancaba pequeñas plantas cambiando todo el paisaje.
La oruga, en su abrigado capullo, aguantó ese invierno que con el paso del tiempo fue amainando. Las lluvias se hacían cada vez más dispersas y el azul del cielo era cada vez más frecuente. Los días eran cada vez más largos y  el sol acariciaba la tierra, calentándola y animando a las semillas a despertar de su letargo.
En el interior del capullo, Doña Glotona ya no estaba. Su colorido cuerpo se había transformado. Con el calor del sol, esa casita de seda lustrosa al principio y apergaminada y marrón después,  se fue rompiendo lentamente y a través de una pequeña rendija fue apareciendo tímidamente un diminuto botón verdoso.
Lo que debía nacer como hermosa mariposa, se había transformado por su último deseo, en una plantita de orquídea.

Crecía rápidamente la planta gracias a un sol benigno que la alimentaba.  Sus raíces se extendían a lo largo del tronco del árbol de mango donde una vez se pusiera a dormir la glotona oruga.
No pasó mucho tiempo para que la planta asomara  sus primeros brotes de flor.
Comenzaron a nacer desde la base de sus hojas como un delgado palito, y se fueron alejando del tronco buscando cada vez más sol.
Un buen día, bien temprano en la mañana, la flor se abrió a la luz que la saludó con un reflejo tan hermoso que todas las criaturas  en su cercanía se detenían a mirarla con ojos de asombro; tanto por su belleza como por su rareza.  Nunca habían visto una flor igual.







El primero que llegó a visitarla fue el colibrí  esmeralda que se quedó enamorado para siempre con el dulzor de su néctar y que no dejó de visitarla ni por un solo día.

Poco tiempo después llegaron las hormiguitas que también se quedaron enamoradas  de su  aroma.

Así siguieron desfilando en el saludo, las abejas que se posaban en ellas de una en una, algunas avispas curiosas, libélulas y mariposas de todos los colores  e incluso unas pequeñitas luciérnagas que se escondían tras sus raíces mientras llegaba la noche.

La flor era de color blanco, como lo había sido la oruga.  Su labelo tenia forma de corazón y muy adentro de él, en su tallito cilíndrico, tenia dieciocho puntitos de color pardo y que eran las huellas que habían dejado  los pies de la vieja oruga. Cinco pétalos igualmente blancos rodeaban al magnifico corazón  formando una corona digna de una reina.

La flor se divertía saludando a todos sus visitantes  y se mostraba obsequiosa regalando su néctar y su perfume, y se divertía con las cosquillas que regularmente le hacían las hormiguitas.
Era una flor feliz.

Un buen día mientras tomaba el sol, en las altas ramas del mango donde estaba la flor, Doña Iguana sintió un perfume penetrante y desconocido, y que era diferente del aroma de los brotes de las hojas del mango y del ciruelo vecino de las cuales se alimentaba.

Alzando su cabeza al viento con los ojos cerrados para concentrarse mejor, detalló el lugar de donde provenía  tan exquisito aroma. Unos minutos después, había localizado el lugar de origen de tan extraordinario olor y moviendo la cabeza de arriba hacia abajo, como hacen las iguanas cuando algo les agrada;  dejó su plácido espacio de sol y comenzó a bajar por las ramas del mango, siguiendo los trazos aromáticos  que inundaban su pequeñita y verdosa nariz .

Así llegó Doña Iguana al lado de la flor.
Por un momento, estuvo deleitándose con su fragancia y sin importarle las hormigas que en ese momento jugaban con ella, comenzó a mordisquearle sus pétalos para probar su sabor.
Tanto le gustó, que se comió todos los pétalos rápidamente; pero cuando llegó al labelo en forma de corazón, sintió un sabor desagradable y se detuvo. No siguió comiendo porque el corazón de la flor tenía el amargo sabor de la oruga.

Se fue Doña Iguana a sus altas ramas a seguir tomando su sol y la flor  se quedó solita y triste, con su corazón sin su corona de pétalos.

Había perdido la flor parte de su belleza, más sin embargo el colibrí esmeralda siguió visitándola todos los días y tratando de consolarla de su infortunio; y las hormiguitas siguieron tratando de hacerla reír con sus cosquillas, pero ya la flor no tenía la misma alegría.

Así llegó un nuevo invierno y la flor se convirtió en un fruto marrón  verdoso, que se parecía mucho al viejo capullo tejido por la oruga, y todo,  gracias a sus amigas las abejas.
Pasó el tiempo de lluvias y con la nueva primavera, nacieron nuevas flores idénticas a su madre.
Nuevamente la iguana volvió a comerse las coronas de todas ellas.
Con los años, las flores intentaron cambiar su color varias veces tratando de evitar a la iguana. Cambiaron su color blanco por el morado; después por el amarillo, luego por el rojo; incluso un año fueron transparentes,  y finalmente fueron multicolor y en cada oportunidad, Doña Iguana seguía comiéndoles sus pétalos.
Era tanto el miedo que empezó a tener la flor con la cercanía de la iguana, que un día, cuando vio que esta se aproximaba, la flor se encerró tanto en si misma que dejó de oler. La iguana, para asombro de la flor, paso por su lado sin hacerle caso.
En ese momento la flor comprendió que lo que atraía a Doña Iguana no era su color sino su olor.
Su alegría fue tan grande, que su color blanco original  volvió a su cuerpo e invitó a sus amigas las hormigas y al colibrí esmeralda, a un festín de dulce néctar que duró toda la primavera.

Desde ese día, la flor exhibe orgullosa su color blanco con sus dieciocho puntos pardos en la base de su corazón y sigue enamorada de su amigo el colibrí esmeralda y de sus hormiguitas  juguetonas.
Ahora ya no lanza al viento su perfume durante el día. Lo hace al comenzar la noche cuando sabe que Doña Iguana se va dormir.

Sus amigas las luciérnagas, se encargaron de comentarles a todos los animales de la selva, el nombre que los humanos le dieron.


Ahora a la flor se la conoce como  La Dama de la Noche.










CABALLITO DE MAR







Nadaban suavemente con sus colas entrelazadas como formando el cuerno de un unicornio.

Ella, luciendo una hermosa capa amarilla con cintas de rojo y rosado que adornaban su cuello y parte de su vientre y una hermosa corona de algas lapislázuli que semejaban una cabellera a merced de la suave corriente marina.

El, con un manto negruzco, color de ojo de dragón y cintas verdes sobre el lomo que se volvían fosforescentes con cada movimiento de la aleta transparente de su amada.

Paseaban orgullosos por los pardos campos de gorgonias y los prados de verdes talasias; deteniéndose a cada momento para mirarse de frente y ofrecerse sus besos que estallaban en luces de azul, y que detenían el pasar de los peces en su cercanía, tan solo para ver el amor a flor de piel que la pareja de Caballitos de Mar les mostraban.

Se habían juntado como pareja hacía muy poco. Apenas, con la luna llena del primer mes de la primavera; y muy juntos, siempre con sus colas enlazadas, se habían ido a vivir en las cercanías de la costa del Mar de Cristal, donde el agua tiene calidez y reflejos de estrellas fugaces.

Habían instalado su nido de amor entre las paredes de un coral cuerno de ciervo y al lado de dos anémonas, que no dejaban de mover sus pequeños dedos, concentradas como estaban, en dirigir la música de las mareas.

Durante las noches, se amaban con sus cuerpos muy juntitos; dejándose mecer por el vaivén de las suaves y rítmicas olas que terminaban besando la dorada arena de la playa.

Casi al amanecer, cuando las sombras son difusas; se entretenían en contemplar la sinfonía de siluetas que dejaban las estelas de aquellos peces que viven de la noche.

Durante el día, paseaban entre los corales de fuego y los abanicos de gorgonias. Jugaban a las escondidas entre las grietas del coral de palma y ella, se dejaba sorprender en su escondite, tan solo para sentir el calor de su amado emocionado por haberla encontrado. Se divertían haciéndole cosquillas a las estrellas de mar y también simulaban combates de florete, con las púas de los negros y enojados erizos, diademas incrustadas en la roca que odiaban ser molestados.

Saludaban siempre con franca sonrisa, a una pareja de peces globo que se habían instalado muy cerca de su hogar y también se detenían a ver con curiosidad, la procesión de peces cirujano, cuando se dirigían a sus eternas reuniones para discutir el color de la luz de ese día.
De vez en cuando se asustaban un poco al ver en su cercanía, a la fea barracuda buscando su comida; pero se sentían seguros en el intrincado paisaje de su coral cuerno de ciervo que los protegía.

Eran apasionadamente felices, el tiempo y su mar sólo les ofrecía belleza y diversión.

Cierto día de verano, muy cerca del mediodía, fueron a ver el cortejo de los cangrejos ermitaños en las aguas someras de una bahía marina conocida como la Fuente del Fantasma.

Se instalaron sobre los restos de un coral cerebro que era uno de los mejores sitios para ver el torneo de los cangrejos. En el momento preciso en que dos enormes cangrejos machos; ambos con una caracola de botuto por casa, combatían en un duelo de cruce de pinzas, igual que dos aguerridos espadachines; el caballito de mar, sintió como su amada se desmayaba, presuroso y atento, no dejó que ella cayera y delicadamente con su cola y su aleta lateral, la tomó inerme, la sostuvo mientras muy despacito le hablaba al oído y le daba palmaditas para despertarla de su desmayo.

Despacio y delicadamente, llevó a su amada a su nido de amor en el coral de cuerno y sobre una media concha de nacarada vieira, la recostó, arropándola con la colcha de algas pardas con trebejos de irisada luz que a ella tanto le gustaba.

Los peces globos en la cercanía, fueron los primeros en llegar a preguntar por su salud y el caballito no sabía qué responderles.

Dejó a su amada al cuidado de sus amigos y fue a consultar el caso del desmayo de su esposa con el Tiburón Gata que vivía no muy lejos de allí, quien era famoso por acumular años de sabiduría. Lo encontró acostado sobre el fondo de arena de su cueva  que tenía por entrada una puerta luminosa.

Habló con él, le contó el caso de su esposa, pero el Tiburón Gato no supo decirle el origen de su mal; sin embargo, lo refirió a consultar su caso con el grande y raro Pez Luna, de quien se decía que sabía muchísimo, por haberle dado varias veces la vuelta al mundo marino y ser dueño de un saber enciclopédico.

Se desplazó durante varios días entre las corrientes, preguntando a los peces transoceánicos por el famoso Pez Luna, hasta que lo encontró retozando en el Mar de los Sargazos, tomando el sol del mediodía y dejándose acariciar por una nube de pequeños chiquilines pececitos que se divertían haciéndole cosquillas.

Pez Luna lo escuchó con atención, aunque tampoco supo decirle el origen del mal de su esposa; pero igual que lo había hecho el Tiburón Gato, le contó que quién podría ayudarlo finalmente, era Reina Mar, la soberana de los mares, ya que conocía todos los secretos del mundo marino. También le comentó que Reina Mar no residía en ningún lugar del reino océano en particular, que sólo se presentaba o se hacía visible, ante aquellos seres de corazón noble, espíritu libre y amor para regalar a los ajenos.

Le aconsejó que regresara con su esposa; se dedicara a cuidarla y pidiera su ayuda con el corazón; que si su amor era verdadero, Reina Mar aparecería en su auxilio.

Afligido y cabizbajo, Caballito hizo presuroso el camino de regreso hacia su amada. Llegó muy tarde, en la oscuridad de una noche de luna nueva. La encontró en su concha de nácar de vieira, todavía desmayada, arropadita en sus algas y cuidada muy de cerca por sus amigos los peces globo.

Se acostó a su lado enroscando suavemente su cola con la de ella y colocando su boca muy cerca de la mejilla de su amada, se dejó llevar por el cansancio y se durmió con el gran deseo en su corazón de despertar en el nuevo día, mirando su sonrisa de enamorada.

Dormía con el sueño entrecortado, como lo hacen quienes tienen una profunda preocupación en el alma, cuando sintió en su mejilla una suave caricia. No despertó sobresaltado, porque la caricia que acababa de recibir era relajante e invitaba a despertar en calma, como si hubiese dormido olvidado de sus angustias.

Abrió los ojos lentamente y comenzó a distinguir un Caballito de mar como él, sólo que estaba hecho de infinitos tonos de intensa luz azul. Era Reina Mar a quien tenía enfrente, su magia le permitía tomar la forma de la criatura con la que ella quisiera conversar.

- Soy Reina Mar - le dijo en un lenguaje sin sonidos - Vengo a ti porque tu amor es verdadero y necesitas de mi ayuda – continuó diciéndole - ¡No hables, pues ya sé de tus pesares! Ahora solo escucha lo que tengo que decirte.

- Lo que tiene tu esposa no es para nada grave ni fuera de lo común!. ¡Lo que si es fuera de lo común es su solución!

- Tu esposa, Caballito, está preñada de ti, lleva en su vientre tu prole; pero su cuerpo es débil y no soportará el embarazo!”.

- Te ofrezco una solución Caballito, de ti depende la vida de tu esposa y de tu prole!

- Te concederé que por amor a ella y a tus hijos, seas tú, con tu fortaleza, quien se encargue de su embarazo, que sea tu cuerpo quien porte a tu prole. Dame una respuesta ahora y tu deseo será cumplido!

Caballito no podía creer lo que estaba escuchando; pero no bien terminó de hacerlo y sin existir en ningún momento la duda, ni haber cabida en su mente para sopesar la propuesta que Reina Mar le hacía, le respondió de inmediato:

- ¡Gracias Reina Mar por tu sabiduría y tu bondad, con el corazón en la mano te pido que tu propuesta sea cumplida, que sea yo quien me encargue del embarazo de mi esposa!

- ¡Así sea y así se cumpla! - ordenó Reina Mar, mientras de su cuerpo salía un fino haz de luz celeste que alcanzó a acariciar el vientre de mamá Caballito, después se dirigió a acariciar el vientre de papá Caballito y finalmente, otro suave haz de luz azul marino profundo, se desplazó por el pálido rostro de mamá Caballito

Con una sorda implosión marina, Reina Mar desapareció.

Amaneció y la tenue sombra de una punta del coral impedía el paso de la luz hasta el rostro de mamá Caballito. Papá Caballito estaba erguido contemplándola en su lecho, con su cola aún enroscada con la de ella, cuando vio, primero una tenue sonrisa en su boca, luego, como su esposa abría los ojos lentamente y lo buscaba a él con su mirada.

Una pequeñísima burbuja de aire salió de la boca de su amada, elevándose lentamente en el agua cristalina. Se irguió para ponerse a su altura y se besaron con ternura mientras sus amigos, los peces globo, hacían cabriolas y estrépitos a su alrededor.
Pocos días después, papá caballito paseaba con su amada por sus caminos de siempre, pero ahora era él, con su abultada barriga, quien hacía las veces de mamá, llevando orgulloso su numerosa prole en su vientre.

Su historia paseaba de boca en boca entre todos los peces de la mar y desde ese día, son los machos del caballito de mar quienes dan a luz a sus crías.

Hoy en día, los marinos saben que cuando una pequeña burbuja de aire rompe en la superficie del agua, es porque un Caballito de Mar le ha dicho a su pareja:

- TE AMO.


1 comentario:

  1. Qué belleza de cuento!... demasiado tierno!!!... btw... si consigo un caballito de mar que sepa cocinar... le propongo MATRIMONIO!... jajajajajajajajajajajajajajajaja

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