martes, 25 de septiembre de 2012

NIDO DE COLIBRI


Y aquel silencioso de corazón enamorado,
invita a la hembra de vestido   lujurioso,
a pintar sus querencias  en la piedra un decorado
sobre un piso de madera  de origen misterioso.

 
Tapiza el nido sus quiebres; telarañas de cojines;
tapa la luz con sombras de hojas de blanco y morado;
 tronco negro, cielo gris; su cama en claros jardines,
escarcha en flores sin hojas; rocío aterciopelado

 
Ahora se puede posar; puede sentir que cobija
su paz arrullada en tibios algodones de pecado.
Es su tiempo una torpeza y es su aleteo,  sonrisa.

 
No es un  nido para  cría. No es  corazón anclado.
No tiene cansancio ajeno. Es  libre como la brisa.
¡Vuela colibrí de amores!  ¡De corazón aliviado!

 

viernes, 21 de septiembre de 2012

MYDAS

Había llegado por fin a su destino tras ochenta y nueve días de nado y mas de ocho mil kilómetros de mar abierto, desde las lejanas islas Malvinas a donde había ido a pasar el gran  verano austral para aprovechar la abundante y deliciosa variedad de algas marinas de las que se alimentaba y que la habían puesto fuerte,  robusta y preparada para enfrentar tal distancia.
  Llegaba un poco cansada por la travesía, a pesar de haber sido ayudada por la gran corriente ascendente del Golfo que le permitía dormitar por breves momentos sobre la superficie marina y aun así, seguir avanzando arrastrada por la corriente con rumbo norte hacia las aguas cálidas que la vieron nacer hacía ya exactamente cincuenta años.
  A medida que saboreaba el agua en la que estaba entrando, se volvía sobrecogida de felicidad y se disipaba su cansancio.
Era un hermoso ejemplar de tortuga de aquellas que los humanos llaman tortuga verde por el color de su grasa pero que en realidad su gran concha de metro y medio de largo, presentaba un bello color rojizo en cada una de las trece grandes placas que la conformaban.  Desde el centro de cada una de esas placas  se dibujaban estrías amarillas semejantes a los soles que había coleccionado con las trece veces que había llegado a esa mar a depositar sus huevos en la cálida arena de una siempre olvidada playa en la que una vez había nacido.


 Su vientre era blanquecino para que su enemigo, el eterno tiburón tigre, no pudiera divisarla desde el fondo marino al mimetizarse contra la luz del sol.
  Contrastaba su blanco vientre con la negrura de sus ojos rodeando unas pupilas de intenso color azul celeste de trópico y los bordes de su pico amarillo que a su vez estaba adornado con una fina línea negra.
  Todavía estaba bastante lejos de su playa pero sabía muy bien que tenía por delante veintiséis noches para alcanzarla,  antes de la llegada de la próxima luna nueva; noche en la cual dejaría por unas horas su amada mar para adentrarse en las arenas que un día fueran su cuna.
  Se dedicaría mientras tanto a avanzar lentamente; esperar que los huevos que llevaba en su vientre estuviesen a punto, y a alimentarse para recuperar las fuerzas de la fenomenal travesía que acababa de hacer.
  Nadaba suavemente hacia fondos cada vez mas someros y ricos en algas talasias en las que pasaba largas horas comiendo  y mientras esto hacía, recordaba, a veces con nostalgia y a veces con temor, todas las aventuras que había tenido, sobre todo de joven y que la habían convertido en un ser astuto, sabio y en posesión de una memoria fabulosa que la hacía precavida ante los posible peligros.
  Recordaba aquella vez, hacía casi cuarenta y cinco años, en que se sintió muy enferma y en la que no podía comer por los grandes dolores que sentía en su estómago.  Días después, y para su fortuna, expulsó de su cuerpo algo que había comido hacía varios días atrás y que eran la causa de su mal.  Ese día aprendió a distinguir entre los plásticos transparentes que pululan en los océanos y las medusas que otrora fueran su manjar favorito.
  Recordaba asimismo con mucho cariño a todos los padres de sus hijos que en total habían sido siete. Los últimos seis años  los había pasado con aquel gran macho nacido en una playa de Costa Rica y que  alejaba con su furia y su poder  a otros machos que la pretendían y que terminaba por derrotarlos a todos a punta de poderosos golpes de aleta, mordiscos en las extremidades de sus adversarios  y sobre todo por saberla llevar a las aguas con el azul que a ella tanto le gustaba; por el sonido de sus placas ventrales sobre su lomo y por prender la luz que le oscurecía su mirada cuando se apareaban a plena luz del sol en las lejanías de las aguas enturbiadas por torrenteras y desembocaduras de ríos.
  Poco tiempo después, supo por una compañera de viaje que jamás lo volvería a ver porque ésta  le contó que había sucumbido bajo el artero hierro de un arpón manejado por un no menos inconsciente y borracho marinero al  que no había escuchado llegar cuando placidamente dormitaba sobre una mar de olas suaves y cortas.
  En un mundo de silencios, su último gran amor  había sucumbido por  olvidar una de las grandes leyes de la supervivencia de las tortugas y de casi todos los seres marinos  como lo es el alejarse rapidamente de cualquier ruido.
Muy joven había aprendido esa ley al escapar casi de forma milagrosa  a una red de arrastre cuya cadena pasó a muy pocos centímetros de ella. Desde ese día, cada vez que escucha un sonido de lancha, se sumerge tan profundamente como puede y no deja de nadar a  gran velocidad en dirección contraria al sonido hasta que sus pulmones la obligan de nuevo a subir a la superficie para renovar el aire y continuar  repitiendo la misma operación hasta sentirse segura de estar lejos del peligro.
  Pero el peligro siempre aparecía de muchas formas.
  Recordaba también,  cuando tenía cuatro años y se acercaba por primera vez a las costas, después de vivir sus primeros años en el gran océano y lejos del alcance de los pescadores, como cierto día de verano divisó a lo lejos una gran tortuga inmóvil a pocas brazas de la superficie. 
  Se acercó a ella lentamente y comprobó con horror como el negro de sus ojos se habían convertido en puntos blanquecinos y que delataban su partida del mundo de los vivos.  Se encontraba atrapada y  enredada  entre unos hilos que ella  jamás había visto en el mundo submarino.
  Aprendió en ese momento el peligro que representan las redes de los pescadores que interrumpen el libre paso de las criaturas marinas  que navegan en la oscuridad y que incapaces de percibir tales hilos de traición,  atrapan la vida de sus hermanos de la mar.
  Ese día aprendió a navegar despacio en la oscuridad de la noche; a hacerlo cerca de la superficie y mejor aun; a no moverse durante la luna nueva y a hacerlo lentamente  durante la luna llena cuando los hilos de la muerte son un poco visibles.
  El pensamiento de quedarse enredada en una red la había llevado a alejarse de una de las cosas que mas amaba de su mundo  como lo eran  los coloridos campos de coral con sus variedades de algas y peces. La habían alejado de los rumbos por donde transitaban los grandes cardúmenes de peces con sus infinitos reflejos de luz sobre sus cuerpos cuando iban rumbo a sus lugares de desove o de apareamiento.
  La habían  sustraido  a los lugares semidesérticos  del océano, porque solo allí encontraba la tranquilidad de estar lejos de las rutas de los pescadores y sus trampas.
  Seguía acercándose  lentamente a su playa de parto y seguía acumulando recuerdos.
  Pastando en un bajo a media tarde y que siempre utilizaba cuando  se acercaba a la playa de sus amores, recordó con escalofríos  aquella única vez cuando tenía cinco años y había sido atrapada por humanos.
  Sucedió que estaba comiendo algas sobre un fondo arenoso,  muy cerca de la orilla y a una media braza de profundidad cuando comenzó a sentirse arrastrada, revolcada, inmovilizada y mezclada con algas, restos de palos sumergidos y pequeños trozos de coral muerto que le impedían no solo moverse sino también perder la noción del espacio y no saber en donde estaba la superficie.
  Recordaba como había estado a punto de ahogarse por el tiempo que ya llevaba sin respirar, cuando de repente se sintió fuera del agua, braceando en el aire  y sostenida por sus costados por las manos de un joven pescador.
  No olvidaba  el terror que sintió y que con toda seguridad se reflejaba en sus ojos, en sus braceos inútiles, en la dureza con la que apretaba sus mandíbulas  y en su cola rígida  contra un costado de su cuerpo;  al verse privada de la libertad.
  Había sido atrapada en una red de arrastre que cinco pescadores habían tendido justamente en la playa donde ella se encontraba.
  Quien la había sacado de la red y levantado en el aire era un joven de unos quince años de edad, que sonreía y la mostraba a los otros pescadores.
  Creía llegado su fin porque se sabía apetecida merced a las historias que había escuchado de otras tortugas mayores.  Sin embargo y para su sorpresa, el joven pescador que la sostenía,  después de acariciarla, darle varias vueltas para contemplarla bien y haberse fijado en la mancha en forma de corazón que tenia justo al lado de cada uno de sus ojos y luego de un breve beso en su cabecita, la acercó a la orilla y la dejó libre no sin antes dedicarle una intensa  mirada que ella no supo descifrar en ese momento, el sentimiento que escondía
 Salió nadando a toda la velocidad que le permitían sus aun pequeñas aletas y no paró hasta encontrarse muy lejos de la orilla y agotada por el esfuerzo de su huida.
  Cuando se calmó, empezó a recordar la mirada del joven pescador.  Supo en ese momento interpretar  que esa mirada que le había dedicado antes de soltarla, era una mirada de ternura y aprendió, aun sin comprenderlo totalmente, que no todos los humanos eran sus enemigos.
  Faltaban ya tan solo cinco días para la luna nueva y se había quedado en un bajo marino a unas diez brazas de profundidad y a un kilómetro de distancia de su playa.
  Disfrutaba de las caricias del sol y de sus amigos los peces cirujanos rojos que se acercaban a ella para  comerse las algas que se adherían a su concha.
  Cuando se iban los cirujanos llegaban los peces lábridos que se encargaban de comerse los parásitos externos de todo su cuerpo y en particular sentía mucho placer cuando abriendo su gran boca, les permitía entrar en ella para limpiarla

 Disfrutaba del  pequeño paisaje  del bajo en donde decidió quedarse hasta el gran día.
  Comía realmente poco porque su estómago se encontraba comprimido por su carga de huevos y su tiempo lo pasaba contemplando el ir y venir de los bancos de cirujanos, loros, isabelitas y en particular, los amoríos y cabriolas de los caballitos de mar.
  Cuando se acercaba la noche  observaba las tímidas apariciones de las langostas asomándose en sus cuevas; de los depredadores nocturnos como los pargos y los meros saliendo de sus guaridas con sus caras hambrientas y al mismo tiempo a los pequeños peces diurnos buscando sus refugios para pasar la oscuridad.
  Ya avanzada la noche, se dirigía hacia la orilla de la playa para buscar la mejor vía de llegar a ella,  sorteando  los peligrosos arrecifes  y reconociendo las grietas y las corrientes que otrora había transitado  y que su fabulosa memoria guardaba pero que habían podido cambiar merced a los temporales ocurridos en su ausencia.
  Se sentía agradecida por encontrar todavía y después de tantos años su playa aun intacta.
  Recordaba las historias que alguna vez le contaron sus hermanas de cómo habían tenido que buscar otros espacios para anidar por haber encontrado sus lugares de nacimiento ocupados con luces, construcciones, ruidos y gente.
  Llegó la mañana del antepenúltimo día del novilunio y estaba ya un poco ansiosa en su bajío cuando sintió sobre su cuerpo los primeros avisos del temporal que se avecinaba.
  Sintió el aumento progresivo e inusual de la velocidad de la corriente submarina  que comenzaba a levantar los diminutos granos de arena del fondo. Sabía por experiencia que pronto esa arena volvería turbia el agua y acostaría las algas  que normalmente permanecen erguidas.
  Al subir a respirar observó como su mar convertía  los azules de su superficie en blancos al romper las olas contra un viento que aumentaba su presión. Ya los pequeños peces empezaban a buscar sus refugios en las caras opuestas a la corriente del arrecife y se disponían a quedarse lo mas quietos y ocultos posible. Era el momento de convivir entre ellos ante el enemigo común del mar de fondo que sabían que se avecinaba.
  A la gran tortuga no le preocupaban mucho los temporales. Había pasado por muchos de ellos e incluso le había tocado capear dos huracanes a lo largo de su vida; pero para estar mas tranquila y conservar sus fuerzas para el desove, decidió alejarse de la costa en donde las olas son más grandes  y largas pero tienen menos velocidad y por tanto menos arrastre.
  Eran ya cerca de las seis de la tarde de aquel mes de agosto cuando llegaba a unos cinco kilómetros de distancia de la playa y muy pronto la luz del día comenzaría su declive.
  Llegó a la superficie después de una larga inmersión de reconocimiento del fondo marino en donde se encontraba y en el momento de asomar su cabeza para tomar aire, divisó muy cerca de ella, un bote a la deriva y con un hombre viejo a bordo.
  En el bote, el viejo lo estaba pasando mal.
 Había salido  cerca del mediodía para levantar un circuito de nasas que ya estaban llegando a su final por el deterioro del tiempo y el salitre.
  Su motor prendido al ralentí mientras estaba recogiendo la tercera nasa se había apagado. Amarró la cuerda de la cuarta nasa mientras se dedicaba a investigar el porque de la falla del viejo motor. Estando en esa faena y ya con las olas empezando a crecer, un gran tronco a la deriva golpeó con fuerza la vieja madera del casco bajo su línea de flotación, abriendo una pequeña brecha por la que empezó a entrar el agua.
  El viejo dejó el motor para dedicarse al problema de la vía de agua que presentía mas grave mientras pensaba en lo tozudo que había sido al insistir con su familia de marineros, en navegar solo.
  Tratando de tapar la grieta que el tronco había dejado, con una lona que servía para tapar las langostas capturadas de la luz y mantenerlas vivas hasta llegar a puerto; al empujar la lona hacia el agujero abierto descubrió que la madera estaba podrida y la tabla completa cedió abriendo una brecha mayor por la que empezó a penetrar el agua en mayor volumen.
  El viejo se sentó para pensar que debía hacer sabiendo que el naufragio era inminente.
  Estaba solo; hundiéndose  en una mar que prometía embravecerse más; sin atreverse a soltar la línea de nasas que le servían de ancla y que impedían que la corriente lo alejara de la costa a pesar de que las olas se dirigían a tierra; bajo una luz que se hacía cada vez más tenue y sobre todo sabiendo lo viejo que estaba para alcanzar la orilla a nado.
  Se puso a rezar abrazado a los remos esperando que éstos lo ayudaran a flotar cuando ya estuviera en el agua.
  Su mar no le permitió seguir ni pensando ni rezando. Una ola tomó la barca  que ya estaba con un volumen grande de agua en su interior por el lado de babor y la volteó arrojando al viejo lejos de su querida barca.
  En la tragedia, había golpeado el agua con fuerza  perdiendo los dos  remos que vió  alejarse a gran velocidad de él  cuando asomó la cabeza en la superficie.
  En ese momento, giró sobre si mismo buscando una referencia de donde se encontraba y no alcanzó a ver ni tierra ni barca. Solo cielo gris,  mar color plata,  y el marrón de la punta de uno de los  remos que se alejaba.
  Comenzó a nadar siguiendo la dirección de las olas que sabía que se dirigían a tierra; pero con esa referencia perdida, no podía determinar si la corriente lo alejaba de ella o lo acercaba y sabiendo además  que era cuestión de poco tiempo el que su edad y su energía se pusieran de manifiesto.
  En su cercanía, la gran tortuga se había quedado en la superficie observándolo todo a pesar que normalmente se alejaría como siempre lo  hacía al ver a un humano o a cualquier embarcación.
  Esta vez no lo hizo porque muy dentro de sí  algo le decía que no debía alejarse.
  Sumergida a las tres brazas de agua y a muy corta distancia, seguía los movimientos del viejo en sus intentos por mantenerse a flote.
  Mientras tanto el viejo ya no nadaba. Sus esfuerzos estaban dirigidos a mantenerse en la superficie respirando y sintiendo ya la proximidad de un cansancio inminente; un frío que comenzaría a ponerlo a temblar en cualquier momento  y una oscuridad que ya lo arropaba.
  Pasó otra media hora
 El viejo, con los ojos cerrados, flotando simplemente boca arriba;  tiritando de frío y  con su boca saturada de sal estaba entrando en el límite de sus fuerzas.
  Pasaron por su mente las imágenes de sus tres hijos varones, marinos todos.
  De sus amigos y compañeros de faena que sabía estarían preocupados por él en ese momento al no verlo llegar al atardecer y que con toda seguridad estarían zarpando para buscarlo.
  Recordó cuando muy niño, su padre lo enseñaba a tender  los palangres y lo dejaba recoger los tramos finales no sin antes asegurarse de que no había ninguna tensión.
  En el momento final; agotado y ya sumergido en las entrañas de su amada mar y segundos antes de abrir su boca para respirar tan solo agua;  tuvo una última imagen de sí mismo, bailando cuando era joven con quién mas tarde sería su mujer y la madre de sus hijos.
  La tortuga mientras tanto se había acercado cada vez más al viejo y había presenciado su agonía y sus últimos esfuerzos.
  Tan solo cuando el viejo perdió el conocimiento y se hundía rumbo al fondo  con su rostro reflejando tranquilidad y sus ojos bien abiertos, la gran tortuga logró ver tras  las arrugas de su vieja cara, a aquel joven que cierto día, muchos años atrás, la había atrapado y le había devuelto su libertad y su vida.
  Nadó rapidamente hasta situarse por debajo del viejo y subiéndolo a su gran concha, lo llevó a gran velocidad hasta la superficie.
  Unos segundos después, el viejo recobraba el conocimiento y  sentía en sus pulmones el aire fresco que aspiraba entre espasmos entrecortados y una débil tos repetitiva.
  Tan solo cuando recobró su respiración normal fue que se dio cuenta que estaba acostado sobre la concha de la gran tortuga  que  hacía grandes esfuerzos para mantenerlo a flote.
  La tortuga nadaba con fuerza para vencer la corriente que los arrastraba mar afuera y dirigirse a tierra con el viejo que ahora se aferraba a ella  con sus nervudas manos justamente por detrás de su cabeza.
  Había caído la noche y había tardado casi cuatro horas de nadar con fuerza hasta llegar a las cercanías de la playa en donde la influencia de la corriente era menor; pero los peligros de estrellarse contra un arrecife  aumentaban a medida que las olas eran mas grandes y la profundidad cada vez menor.
  La tortuga, sin poder sumergirse, trataba de recordar el camino entre los corales para llegar a la playa y dejar al viejo en zona segura.
  Casi dos horas mas, tardó en recorrer la corta distancia  hasta la playa; no sin antes  haber sido golpeada contra rocas y corales sumergidos que le dejaron su vientre marcado por los golpes y  sus fuerzas al limite de agotarse.
  Viejo y tortuga quedaron acostados en la orilla de la playa sin moverse, vencidos por el cansancio y desmayados por el esfuerzo.
  Rompían las primeras luces del alba cuando el viejo despertaba y se sentaba sobre la arena  de la solitaria playa.
  Tardó varios minutos en recordar lo que le había sucedido.
  En la orilla y justo a su lado se encontraba la gran tortuga con sus ojos abiertos y su cabeza apoyada en la arena mientras las olas en retroceso, se llevaban unos finos hilitos de su sangre.
  El viejo rapidamente empezó a revisarle cada una de sus aletas y comprobó que tenía muchas heridas producto de los choques contra los afilados corales.   No alcanzó a ver la parte de su vientre porque era muy pesada para él poderla mover.
  Cuando tomó su cabeza y con movimientos suaves , se puso a limpiarla, quitándole la arena, pudo apreciar las manchas en forma de corazón, justo al lado de sus ojos.
  En ese momento, el viejo recordó aquellos corazones que una única vez, hacia casi cincuenta años, había visto en una tortuga joven y que había liberado muy cerca de donde se encontraban.
  Unas lágrimas rodaron por las mejillas del viejo mientras se arrojaba sobre la enorme caparazón para abrazarla.
  Buscó en la solitaria playa unos palos largos de esos que arroja la mar en sus bravuras y construyó por encima de la tortuga, lo que los pescadores llaman una “mampara” que no es otra cosa que una especie de carpa,  hecha con esos palos y con ramas sueltas.   Era para que el naciente sol no le resecara  ni la piel ni la concha   y dejarla relativamente segura mientras él iría en busca de ayuda.
  Después de asegurarse la relativa comodidad de la tortuga y llevándose en su corazón una plegaria para que su amiga resistiese su ausencia; emprendió el viaje a paso ligero, con rumbo al nacimiento del sol y siguiendo una senda poco clara que sabía lo llevaría a  su pueblito y a su gente.
  No tardo en regresar el viejo al sitio acompañado de sus amigos pescadores y de muchos niños y jóvenes curiosos que ya habían escuchado la historia  del naufragio.
  Encontraron tan solo unas tenues huellas. La gran tortuga ya no estaba.
  Todos los presentes se dedicaban a otear la mar en busca de alguna sombra bajo el agua o tal vez el ver asomar la cabeza cuando ésta saliese a respirar, pero no la vieron.
  Por su parte la tortuga; poco tiempo después de haber quedado varados en la orilla y de haber descansado un poco; se dirigió a una poza cercana entre el arrecife , protegida de las olas que aun continuaban siendo fuertes y allí se quedó a descansar, mientras sus amigos los cirujanos le lamían las heridas dejadas por los golpes.
 La noche siguiente, volvió a subir a su playa para  dejar su simiente entre la arena y con las primeras luces del alba, nadaba por encima de una barca hundida, con rumbo al sol naciente.