domingo, 21 de febrero de 2016

Marina la paraulata




















Le puse por nombre Marina como mi bella prima gallego-gaditana.
Marina hablaba el lenguaje del viento; por eso, cuando llegaba del sur bordeando la costa arenosa con su vuelo saltarín y se detenía sobre el tanque de agua al lado de la casa, se ponía a escuchar las historias que le contaba el sol naciente a su amiga la mar. Historias de su paso por el otro lado del mundo mientras la mar dormía.
Marina no cantaba como el vecino gallo de pelea de mi amigo Chogollo, o como lo hace la mayoría de las aves al amanecer buscando compañía. Nunca supe si era porque le gustaba la soledad o tal vez simplemente por ser una oyente empedernida. En todo caso, en los diez días que me estuvo visitando jamás le escuché una sola nota.
Al poco tiempo, saltaba a tierra y se paseaba a pequeños saltitos y caminatas cortas delante de mí que la contemplaba mientras tomaba el café mañanero sentado al borde de la casa. No estaba apurada por comer. Solo disfrutaba la arena y la corta grama fresca que le quitaba el agarrotamiento de sus patitas, endurecidas por el agarre nocturno a la recia rama de cují que le servía de cuna.
Se hacía la desentendida con los granos de arroz cocido que yo le arrojaba y poco tiempo después, miraba con altivez y cierto desprecio a las palomas caseras que llegaban a disputarse ese mismo arroz. Esas palomas eran para ella  extranjeras y tontas. Solo estaban pendientes de donde habían turistas para engullir cualquier trozo de comida que cayese y eran incapaces de sentirse a ese mundo entre marinero y campestre. Seguirían segun ella, siendo eternas mendigos.
A los gorriones los evitaba, eran extranjeros astutos que siempre andaban en bandada y a pesar de sentirse superior en fuerza y destreza, discutir con uno era discutir con la bandada. A ellos sin embargo, les concedía su benevolencia porque al fin y al cabo, tenían a sus crías en la cercanía y mal que bien, esos descendientes terminaban rompiendo su paisaje de monotonías.
Las demás aves, generalmente marinas, eran para ella pinturas móviles en su eterno techo de azules.
Hacía su recorrido por la tierra, meticulosamente. Buscaba semillitas y no despreciaba los pequeños insectos que no alcanzaban a ocultarse de su mirada penetrante y al mediodía, justo después del almuerzo y cuando me retiraba a tomar una siesta, Marina entraba a la casa a revisar las cercanías de la mesa a ver que había comestible. Ella no sabía que yo me ocultaba para espiarla en sus andanzas.
Iba siempre cara al viento, excepto quizás al atardecer cuando el viento arreciaba un tanto y sucedía entonces que jugaba a ser un mimo. Se ponía de lado y su cola, normalmente derecha con su cuerpo, se doblaba hacia un costado impulsada por la brisa y se ponía a perseguirla, como hacía mi perro Chico con su rabo. Nunca sabré si pensaba que era otra paraulata a quién perseguía o era tan solo el placer de tratar de alcanzar lo inalcanzable.
Contrario a los enamorados, no le gustaban los ocasos que le apagaban sus azules y sus verdes. Se iba a dormir como los niños con desgano.
Rumbo a su cují, creo que suspiraba en silencio...Seguiría esperando su momento de cantar.

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